I
Qué
terrible la despersonalización del cuerpo conocido,
Y
no reconocido. Eres hijo del hijo pródigo
Y
yo ya no soy tú madre.
Ángel
yacente, yo ya no soy tu madre. Te amamanté de manera desinteresada como a las
finas y sutiles cabras. Te adopté como a los jóvenes filósofos, te crie en el
arte del diálogo, en la retórica, en el manejo y las maneras.
Tejí
telas en tu frente, soplé cortinas traslucidas, las llené de belleza y de ternura.
Esparcí
la leche por tu cara plisada y te di un nombre mientras, tú, te limitabas a
abrir la boca para bostezar.
Sin
mayor pretensión, ocupé un cargo que no me correspondía y te besé en la nuca
varias veces mientras me clavaba estacas en los ojos del dolor.
Qué
dolor, ser madre sin hijos, huérfana camino hacia el no-reconocimiento del
hijo, del desagradecido, del exilio. Pusiste la retórica en mi contra y obraste
con mano de hierro. Pusilánime, me golpeaste y me lanzaste por los aires,
esparciste mis restos por el globo terráqueo y soplaste a mis espaldas la nuca.
Nuca rasurada, nuca en estado de elevación.
Observa
desde aquí tu declive de madre, he aquí tu obra que se subleva y se desgaja.
Placenta no viene de placentero, pero bien podría serlo. Siempre quisiste criar
un hijo y te salieron hormigas de las cuencas de los orificios. Desde ahora queda
inaugurado tu descenso.
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