miércoles, 14 de marzo de 2018

Corte limpio (dermis)



Cuando el corte es limpio, estirar no es suficiente.
Intuyese un leve forcejeo,
la lisonja que separa.
Pero ya está.
La crueldad de la dicha,
el peso de una ley invisible.
Fíjate bien, si puedes,
el ojo se extiende más allá de lo que ve la carne.

Lenguas mudas se grabaron en la piel del inocente.
La cobardía se escurrió por los peldaños
en donde el sudor se seca.
La palabra,
¿dónde quedó la palabra?
Quizá se amuralló entre tanto alboroto.

No (te) oigo, solo cruzo recuerdos
con las manos entrelazadas a la espalda,
como quien espera el final de un túnel.

Hubo un tiempo en que los nudos
eran ínfimos, pero ahí estaban,
aferrándose tibiamente a la piedad
de la noche renacida,
entregados, una vez más,
siendo perdonados
como los inocentes que se niegan a ver,
a oír.

Pobres ciegos entrelazados que agonizáis en la cuneta,
el árido desierto ya no os es suficiente para morir de sed.
Ahora bebéis del charco que cultivasteis con el silencio.
Un silencio de la voz que ya no respira,
el nudo que se deshace con la mano que agarra,
la flor que se perdió por no saber tirar fuerte.


No hay nudos ya, solo blancas raíces
hundidas en el fango.
Y la brecha, es ahora un abismo en el desierto
que va más allá de la carne. 


(Perspectiva histórica III)




En la piel del lobo (epidermis)



Eras fauna extraña.
Y yo nunca había tenido antes
la oportunidad de mirarle a
los ojos al lobo tan de
cerca. Ahora veo todo claro,
me atrajo la idea
del experimento.

El aura del conformismo
me ha subyugado las
extrañas, muy lentamente,
hasta que, por fin, me he
dado cuenta del destrozo,
que hoy, anida en mí.

De sobra es consabido que
cada lobo tiene su pelaje.
El tuyo era muy negro,
como la guerra
y sus lanzas.
Como el agua que
corre por el barranco, y que
hoy, inunda en mí.

Ahora, desollada, ya no queda
nada que rascar.
Dermis reseca por la carencia del agua,
por la falta de guerra,
por la falta de mí.

Hoy, ni habito ni anido.
Ni vencedores, ni vencidos.
Solo esta nada
que me duele.



(Perspectiva histórica II)


sábado, 3 de marzo de 2018

Perspectiva histórica: el viaje.



     Es necesario volver a reivindicar la perspectiva histórica. Un aliento del tiempo, la casa rota, el cuarto anodino en un vacío ya sin nombres. Ese mirar de lejos como si nada hubiese sucedido, algo que se desparrama por los pasillos y se derrama como un vino caliente. Hay que reivindicarlo, sí, y soltarse, no aferrarse a lo primero que venga. Más amor propio, más amor para el próximo, y para el prójimo. Llenar tus huecos, guardar esperanzas en otros caminos, deshacerse en un nudo que aprieta, poco a poco… y que luego se suelta.

Observar desde la ventana los retazos de vida compartida y sacar a la palestra esa mueca que deslinde entre la felicidad y la desdicha. Y no sentir vergüenza, porque el cuerpo, a veces, habla más que la mente, y las palabras salen del cuerpo que a su vez engulle. Guardarse a sí mismo en un cajón y reposar, fluir estático, apaciguarse en un letargo donde solo suene lluvia, en donde el sol brilla nuevamente y en donde los días pasan, y tus pasas con ellos. Sólo eso. La perspectiva histórica tiene esa propiedad innata de dilatarse cuando la vida sigue para todos, y en donde cada uno a su modo, escoge los senderos que se trazan con cautela. 

Después, y tras la capa de niebla, llega el día en que ya no se ve más la línea porque hace tiempo la sobrepasamos, y todo pasado será aprendizaje, y todo presente será único e infinito. Todo amor habrá sigo recolectado y la podredumbre no habrá de alcanzarnos porque hemos sido más inteligentes y más sabios. El ciclo habrá cumplido su cometido y nosotros habremos podido crecer un poco más, con esa certeza afilada de quien alcanzó la perspectiva, esa que de lejos nos salva y nos enseña a ser más nobles en un mundo que habla el lenguaje de la herida. Esa que escuece, esa que encierra y acongoja, que abre y nos flagela, y que luego, finalmente, desaparece.