Me
gusta mirar a tonchu cuando corta el pescado. Observar cómo hace los cortes
sobre la pieza se ha tornado una suerte de peregrinación interior para mí.
Analizo y sigo fielmente cada uno de sus movimientos manuales. Cómo consigue
hacerlo despacio. Disecciona el pescado por partes, mientras lo tiene agarrado
por la cabeza, retira la grasa, las espinas… todo lo que sobra, lo que nadie va
a comerse va a la basura de un plumazo. Todo lo retira con parsimonia. El pez
degollado, que ya no es pez sino pescado, entorna sus ojos amarillos hacia el
aluminio. Los cortes son limpios, seguros, irreversibles. Todo lo que se corta
no vuelve y se tira a la basura. Yo como mi plato de carne con papas en el
cuartito que llamamos ‘oficina’ mientras veo como Tonchu va cortando el pescado
poco a poco. Le digo que qué hace cortando un bonito y él de buena gana me dice
que no es bonito, que es una lubina, y nos reímos.
Morena,
que es mi Maga, también se ríe de mí porque dice que como muy despacio, pero lo
que Morena no sabe es que tengo más ganas de ver lo qué sucede que de comerme
el plato. Morena se ofende si dejo comida en el plato y lo tiro a la basura,
aunque todos los días tiramos kilos de comida a la basura que sobra del
servicio. Me pregunto cómo se puede lidiar con tanta pena al día teniendo en
cuenta la falta de respeto que supone para Morena dejar comida en el plato.
Hay
un animal interior en mí cuando como en la cocina del restaurante. Todos
piensan que mi afición principal es glotonearlo todo, ir picando de aquí y de
allá, pero a mí me gusta entrar a la cocina y ver a Morena desmigando la carne,
haciendo filigranas para hacer terrina de rabo de toro y chuparse los dedos. Me
gusta entrar y ver que hay otros universos subterráneos donde hay personas que
hacen que todo funcione. Cortar la grasa es sano, tirar las espinas es
supervivencia, tirar la comida no lo es, y aun así tiene que hacerse.
Dar
de comer es el mayor acto de amor que existe, ahora lo sé. Todos los días le
doy las gracias a Morena por darme de comer, y recuerdo que mi madre también lo
hace. En cierta manera me siento adoptada por un grupo de personas que han
decidido acogerme y han aceptado un acuerdo sin escrituras.
Todos
los días, antes del servicio, suena “obsesión” de Aventura, un grupo de
reggeaton que solía escuchar y bailar en las discotecas cuando tenía quince
años. Hay una especie de regresión en subir y bajar escaleras mientras escucho
de fondo obsesión, “lo que tú tienes se llama obsesión”. Quizá sea eso. Al otro
lado de la puerta oigo como hablan de sus cosas, de Santo Domingo y ese tono de
añoranza de quien tuvo que abandonar su casa. Hablan de fulanito que mató a
menganita por celos, porque decían que era suya. Resulta algo cotidiano, la
muerte. Santo Domingo, y República dominicana. En la cocina son todos dominicanos,
escuchamos bachata, reggeaton, las letras dicen algo así como algo de
que era suya también. Qué se yo. A mí me gusta oír a Morena cantar. El otro día
le dije que me recordaba a algunos de los personajes literarios que más me han
fascinado a lo largo de mi vida. Le dije que se parecía a la Maga de Rayuela
y Tonchu me decía “sí, ese escritor argentino, ¿no?” Morena que es mi maga
particular se quedó mirándome absorta. También le dije que se me parecía a
Úrsula y que no moriría nunca. Tonchu y Rosa se reían porque saben que es
verdad.
Una
casa sin su matriarca no es una casa, una cocina sin alguien que se chupe los
dedos y limpie la cuchara, no es una cocina. Y yo de mientras como en el
cuartito de la cocina, oyendo bachata, comiendo de plato, mirando el aluminio,
siguiendo las manos que no paran de juzgarme y hablarme.
…
El
otro día me encontré a Morena en la calle, allá fuera de la cocina. Fue extraño
verla fuera, aunque creo que ella también detectó lo mismo porque cuando
llegamos al restaurante me dijo: “Sandra, antes te vi en la calle, ibas andando
toda tú”.
…
He
vuelto a ver a Tonchu cortando comida, esta vez era un trozo de carne,
solomillo. Creo. Se me vienen a la cabeza recuerdos de Madrid hablando sobre
vegetarianismo y veganismo con mis amigas. La cocina huele a un mézclum de
cecina, lomo y jamón ibérico y yo me como un bocata de tortilla francesa con
queso ahumado. No sé qué tiene el acto de cortar que me absorbe. Cortar,
desgranar y purificar las cosas es extrañamente reconfortante. Saber dónde
cortar, cómo hacerlo para no desperdiciar nada. Yo es cortar una patata y
llevarme todo por delante. Cortar irreversiblemente. Creo recordar algo. Ruido
de fondo.
La
cocina está repleta de estímulos, me gusta quedarme en la esquinita sintiendo
todo lo que sucede alrededor. Algunos hablan del pasado en república
dominicana, del amigo que necesita los papeles. El ruido de los fogones y la
radio puesta inunda las paredes blancas. Ahora huele a morcilla, alubia y berza
cociéndose a fuego lento. El cocido lleva haciéndose toda la noche. Morena, que
es dominicana, ha hecho cocido montañés para un grupo de turistas ansiosos por
comer cocido montañés. Ojalá poder afiliarme eternamente a esa lista de
absurdeces que suceden detrás de nuestras vidas, al otro lado de una puerta, en
la cocina de un restaurante.