jueves, 14 de diciembre de 2017

En mi cielo llueven flores ¿y en el tuyo?



         Otro día más volvía de la facultad por el caminito de la arboleda. Cuando no me encuentro martirizando a algún colega por teléfono aprovecho mi tiempo para observar detenidamente a los árboles, los cuales han pasado a formar parte de un entretenimiento obsesivo en mi vida. Siempre he pensado que la naturaleza aporta un abanico de colores que se complementa muy bien con nuestras vidas, la mayoría de veces, repletas de momentos insulsos. Se podría decir que a raíz de haber perdido las vistas que mi pueblo me ha brindado siempre, relleno esos huecos observando árboles que siendo francos, poco se parecen a los que pueblan los bosques norteños. 
Hace poco descubrí, gracias a estas observaciones, y a fuerza de agudizar mucho el oído, que en Madrid hay loros, loros verdes que gorjean sin cesar como si estuviesen extasiados en un jolgorio desmedido. Me empeño concienzudamente en formar parte de este cántico estival que me traslada a las selvas del trópico donde muchos días pasé mi infancia. 
De todas formas, e independientemente del descubrimiento de los loros verdes argentinos y de sus imparables colonias, la visión esta vez, había adquirido un color totalmente distinto.
Como iba diciendo, vuelvo  a casa de la facultad, los loros duermen ya en sus nidos y las luces de las casas se van apagando con el calor de la cena. 
Muy cerca ya de mi casa, observo un árbol desilachado, sin hojas, más bien mugriento, como si estuviese condenado a vivir solo porque sus hermanos árboles lo han desterrado de su hogar. Diviso a duras penas unas siluetas colgando de sus frágiles ramitas apunto de cascarse, y sin detenerme mucho, continuo caminando. Sello unos pasos más en el suelo y me paro en seco, intentando por un momento descifrar a toda costa la imagen. Vuelvo al origen, al árbol que reclama atención y me pierdo en sus rizomas. Instintivamente me acuerdo de ese árbol solitario del que hablaba Mallo en su obra, y no podía creer que pudieran estar colgados unos zapatos de aquel árbol, - que nada tenía que ver - situado cerca de mi casa. Obligo un poco más a mis ojos, hasta el punto de obtener la perspectiva deseada. 
Y allí estaban, cual colgajo, un puñado de rosas blancas y rojas mirando hacia el suelo. Puestas en una postura yacente, desafiando cualquier ley de gravedad. 
Me detengo unos segundos a escudriñar la imagen grotesca de las flores secas. Por un momento  me asola la inexplicable idea de cogerlas y llevármelas a casa pero reparo en que están a una altura a la que yo no tengo alcance. Un tanto confusa, alzo la vista hacia las terrazas colindantes buscando algún indicio de lógica, algún atisbo de causalidad. La escena se me revela como algo verdaderamente decadente, y se me hace muy difícil asumir que este tipo de sucesos puedan darse sin razón alguna.
La búsqueda resulta infructuosa, pues sigo sin encontrar encima del árbol ninguna terraza con rosas rosas rojas y blancas, y me niego a pensar que de la noche a la mañana - y teniendo en cuenta lo poco que llueve en Madrid-,  al universo le entre el capricho de llover flores secas. 
Finalmente consigo apartar la mirada de ese cuadro revelado, del esqueleto muerto y de las ramas, las cuales sin percatarme habían despertado en mí una serie de rizomas, como apuntaba Mallo en aquel primer pasaje de Nocilla Dream

Es seguro que muchos de vosotros esperabais que la revelación fuera otra, que en un caso distinto, me hubiese dado de bruces con un acontecimiento excepcional, con algún asalto a la vuelta de la esquina, con el borracho que le canta una serenata a la mujer perdida. Pero lo cierto es, que no puedo inventarme cosas que no he vivido, porque yo cuento lo que veo, y lo que veo, quizá, nadie más lo haya visto porque a ojos de otros, resulta insignificante. 
Por supuesto, no le quito la razón.

A mi en cambio, la sucesión de rosas secas, rojas y blancas, me llevó a pensar que, tal vez, exista esa posibilidad remota de que ciertas cosas caigan del cielo. Al igual que me llevó a desear con todo mi ser el que ojalá hubiesen más rosas secas colgando de otros árboles, desafiando las leyes de la lógica y de la gravedad. Pregonando así, desde su frágil decadencia, el poder evocador que pueden llegar a tener las flores, cuya única hazaña reseñable es haber cometido el acto suicida de revelarse. 




14/12, Madrid.







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