jueves, 26 de octubre de 2017

Los alcohólatras y la cola de piano




             La sala blanca se había consagrado desde aquel instante en lugar de peregrinaje. Las cuatros paredes albergaban un cubículo donde la luz sonora atraía a personajes dispares cual alcohólatras anónimos que habían ido a confesarse. Al menos esa era mi sensación primaria. 
Notas iban alzándose al vuelo, sentí que por encima de nosotros se acariciaba algo que no era de este mundo y que viajaba desde lejos para robarnos el aliento. Un acto de egoísmo que se manifiesta en múltiples facetas y que se inserta en las caras de otros a lo que yo por desgracia, o por fortuna, no alcanzo a ver. No dejo de observar. 
El cubículo blanco permanece intacto en su centro, inamovible, baila al son de algo que intuyo que es Beethoven. En la hoja de presentación, aparecen palabras escritas en alemán, inglés y español, me remito a las españolas porque son las que manejo: la despedida, ausencia y el reencuentro. Creo que hubiese bastado con tocar la tercera: pero esto los alcohólatras por supuesto, no lo sabían.

Llega un hombre, la besa, le dice algo al oído. Las notas continúan danzando a ritmos frenéticos que se tambalean entre lo bajo y lo alto. Yo no entiendo nada, pero atiendo. 
Más o menos a mitad del discurso sinfónico, muestra un ademán de cogerle la mano, y la roza. El momento de comunión resulta perfectamente milimétrico, apenas un segundo la otra mano se desliza y lo que pudo ser un perdón se quedó en una mera lisonja que se pierde. El centro luminoso lo observa todo y el halo espectral que desde hacia un rato se había instalado con nosotros también había presenciado la tragedia. Provisto del mayor silencio posible se dispone a llevárselo y parece que sonríe y se recrea. 
Empiezo a sentirme a voluntad entre los alcohólatras hasta el punto de instalarme por completo y hacerme hueco en el centro. Cierro los ojos numerosas veces e intento escuchar a las notas vibratorias que se expanden por mi cuerpo y que puedo ver que incluso alcanzan la coronilla. 

No puedo dejar de pensar ni un segundo en la conferencia del otro día, en el estado basal de mi cerebro y en la multitud de conexiones que deberemos de estar haciendo, aquí, todos juntos, cuando a lo que veníamos sin quererlo era a confesarnos y en verdad lo que estamos haciendo es construir la historia de una comunión fatídica. 
Alguien el otro día preguntó: Arnau ¿Tú crees que la Poesía nos hace más nobles? Y Juan Arnau sabiamente contestó: No, desgraciadamente no. Lo que nos hace más buenos es la música.  Vuelvo de nuevo a la pregunta, y me paro un momento en esa respuesta. La música nos hace nobles, lo que por lógica dictamina que la poesía nos hace, no sé si crueles, pero sí peores. 
Creo haber dicho ya que había comenzado a instalarme entre los alcohólatras, quienes sumidos en su meditación particular, escuchaban los vaivenes que producía la música de Chopin. Alguno se rasca el ojo sin cesar, otro mira al suelo en busca de alguna presunta respuesta y yo, no dejo de pensar en el estado basal de todo un colectivo de seres que han venido a curarse. 

Termina la función y la luz blanca se expande. Ha sido una experiencia maravillosa. Vuelvo, y de camino a casa, no dejo de pensar en la Poesía, y en lo bien que quedaría todo esto si pudiese disponerlo de una manera simétrica para que otros pudiesen también presenciarlo como yo. Me dejo llevar alegremente por el flujo de conciencia, y por breves momentos, me entran incluso ganas de bailar. 




Madrid, el Instante, (Música I) 
10/17


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