lunes, 19 de diciembre de 2016

En conversación con uno mismo


                                                                                     

                                                                                               En honor a Luis Martín Santos


        Pienso. Me reinvento. Vuelvo a pensar. Uno, dos, tres cuatro... cuenta hasta cinco que no te da tiempo. No hay suficiente tiempo, nunca es suficiente. A veces parece que a la hora de escribir disponemos de un lapso mayor para  pensar mejor lo que decimos, pero en realidad, si queremos, podemos simplemente  usar el dedo como una extensión de nuestra conciencia, un mecanismo de defensa que nos protege de los balazos que nos van a venir por todas partes. Pienso. Solo pienso y me libero, me extiendo muy dentro, me adentro en los miedos, en la locura, en las palabras... en busca de las palabras concretas, de las palabras pérdidas. Es un juego constante con el firme oleaje de mi mente, que fluye a cada instante como si fuese a romperse. No encuentro las palabras. Mierda. Se ha ido todo a la mierda, como siempre. Me he vuelto a perder, y en verdad creo que es porque nunca he querido encontrarme. Encontrarse significa acabarse, y no quiero acabarme nunca. No quiero que termine la lucha que tengo conmigo mismo, con el mundo, con mi amor propio y con todo, con la vida. La vida es correr, batallar, sudar y respirar, ser brillante y ser una mierda, ser todo eso a la vez, simultáneamente. La vida es un eterno torbellino sin final, es una vuelta de hoja al pasar la esquina. Es la mirada de reojo que se nos escapa cuando algo nos atrapa. No nos damos cuenta pero batallamos, constantemente. Miro a la gente, la observo y la escucho y siempre me encuentro lo mismo, con seres que no se encuentran, que ansían ser felices pero que no pueden por mucho que lo intenten. Ser feliz es acabarse, es dejarse y adormecerse. La gente no quiere eso, no sería lo propio. La gente piensa, y yo pienso por ella también, me reinvento con ella, me mezclo y me mezo entre el abrigo del mundo. Eso que todos parecen buscar... hay quienes lo llamarían felicidad, pero no es eso. Es algo intermedio. Es algo que no tiene nombre, que está entre la tempestad y la calma, la cordura y la locura. Polos siempre opuestos. Qué manía tiene la gente en querer que nos encasillemos. La felicidad no nos hace felices. No. No queremos ser felices sino pensantes. Pensar para nada, muchas veces sin ningún motivo, sin ningún fin. Pensar por pensar, por amor al arte. Como si sintiéramos la dulce estabilidad de saberse pensante en el mundo. De encontrarse perdidos y encontrados, sin tiempo, ni aliento ni nada. 

Y eso es lo que nos basta.

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