Existe toda una cosmogonía en torno
al carnaval de Brasil que creo importante compartir con vosotrxs pues abarca
unas formas de vivir en cierta forma alejadas de ciertos convencionalismos
occidentales. Me cuesta entender aún la clase de catarsis colectiva que he
experimentado estos días y que me ha llevado a reflexionar sobre los patrones
por los que se rige nuestra realidad. Vivir esta experiencia me ha hecho
entender que existen múltiples formas y posibilidades de interactuar con lo
cotidiano, lo que me parece super estimulante. En el carnaval el cuerpo se impone
a través de movimientos que gravitan en un espacio dinámico y multiforme.
Entrar en las puertas de la ciudad carnavalesca es adentrarse en un mundo
exento de reglas (lo que no significa que dicho sistema no disponga de sus
propios mecanismos de autogestión), donde todo es posible, nadie está triste,
la única norma es dar y recibir alegría. Al mismo tiempo, todo sucede
extremadamente rápido, la realidad se convierte en algo fragmentario y
colorido. El gentío de brincantes se
convierte en una masa performática en donde cada persona se convierte en
aquello que siempre quiso ser, con independencia de su género, clase social o
etnia. La inclusividad es tan total que resulta incomprensible entender como en
la realidad superficial que vivimos aún existen tantos problemas para la
convivencia. No hay gobernantes, solo cuerpos que buscan satisfacer el
principio de placer, de búsqueda de unión con el otro a través de la música y
el baile. Tampoco existe un postulado estético, todo vale en el reino
carnavalesco. Te importa un carajo el sudor de la gente, el calor atosigante,
subes y bajas laderas en una suerte de procesión. Te limitas a seguir una
pulsión colectiva entrando en un trance semiconsciente.
…
Pero, sin duda, la noche más
especial es el miércoles de cenizas, día en el que el ser humano celebra su
condición de sujeto frágil y transitorio. En la ‘quinta de cinzas’ se despide
el carnaval y se celebran los nuevos comienzos. Las laderas de Olinda se
convierten en redes sanguíneas por las que circula toda una intrahistoria
africana e indígena y en donde la palabra y el canto reverberan en un acto
polifónico. Uno piensa que está ‘brincando’ todo el tiempo en una suerte de
procesión, pero en verdad lo que está haciendo es colocar el cuerpo al servicio
de un manifiesto político por la lucha de un derecho básico: el derecho al
disfrute. Existe una potencia muy fuerte que se instala en el imaginario
colectivo cuando se baila al ritmo de Maracatú de baque solto, partes de tu
cerebro reconectan con regiones dormidas. El universo carnavalesco pernambucano
se puebla de seres mitológicos: el Caboclo de lança, la Ursa, os bonecos
gigantes, a veía do Bambú… el Gran Teatro del Mundo se vuelve más palpable que
nunca, pasas de ser espectador a ser participante de un continuum que vertebra
desde una raíz. En la quarta de cinzas ocurre el llamado ‘encontro dos bois’ en
donde algunas personas se visten de buey frente a la casa de Dona Dá na Rua da
Boa Hora y se reúnen para bailar en una rueda frenética y comer fruta. Cada vez
que pienso que he podido formar parte de este ritual de despedida (y de
iniciación) en una espacio tan reducido e intimista me emociona muchísimo. Ser
participe de este viaje atemporal en donde pasado y presente se funden ha sido
mágico. Es ahora cuando he podido entender la importancia que tiene el
carnaval, pues ofrece una salida a ese mundo inmerecido al que hemos sido
arrojadxs dotándonos de clarividencia para poder afrontar la vida desde otro
prisma, teniendo la certeza de que existen otras miradas, otras formas de
moverse por el espacio, de desconectar de una realidad muchas veces hostil. Va
a ser difícil descolgarme de esta sensación, pero, para mi suerte, ahora puedo
llevarla siempre conmigo.